En
nuestras relaciones interpersonales exigimos que los demás nos traten con
respeto y comprensión, sin embargo, nunca nos detuvimos a pensar si nosotros
procuramos actuar bajo esos mismos parámetros de conducta. Quizás envueltos en
nuestras obligaciones, apurados y acelerados por el trabajo o la escuela, nos
volvemos egoístas, olvidando que los demás pueden decirnos o comunicarnos cosas
importantes para nuestra vida y crecimiento personal. Tener empatía es
preocuparse por los otros que nos rodean.
El valor de la empatía nos ayuda a recuperar
el interés por las personas que nos rodean y a consolidar la relación que
tenemos con cada una de ellas. La empatía supone un esfuerzo para reconocer y comprender los sentimientos y
actitudes de las personas, así como las circunstancias que los afectan en un
momento determinado.
Practicar
el valor de la empatía es hacer todo lo posible por agradarle a los demás, por
caerle bien. Aunque no significa que seamos una veleta que comparte todo lo que
los otros hacen, con la intención de caerle bien. Un liderazgo sólido se
fundamenta en una correcta empatía. No es cuestión de agradar con favores o
expresiones bonitas, es cuestión de ganarse la simpatía de los otros con hechos
reales.
La persona
que mejor practica la empatía es aquella que practica la solidaridad, la
entrega a los demás. Pero muy especialmente cuando el otro descubre que aquel
lo hace con la intención real de servir. La empatía es ese roce, esa atracción
que se siente por alguien, por su actitud, por su desprendimiento o su
intrepidez ante cualquier situación que se presenta.
La empatía
es un valor que se practica independiente de nuestro estado de ánimo y
disposición interior. Se facilita en la medida que conocemos a las personas, la
relación frecuente nos permite descubrir los motivos de enojo, alegría o
desánimo de nuestros semejantes y su modo de actuar. La familia, los líderes
comunitarios y los funcionarios del gobierno necesitan una amplia dosis de
empatía para tener una gestión mucho más eficiente.
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